—¡Es la gitana!
Gritó uno de ellos. Todos levantaron la cabeza al mismo tiempo, querían mirarla antes que nadie, aún así sea de lejitos. Los soldados se iban moviendo, empujándose entre ellos, abandonando su puesto bajo la sombra divina y sometiéndose al sol del desierto. Ese que ahogaba si te quedabas por más de dos minutos, pero vaya, había excepciones. Uno por uno se alineaban en fila, como si hubieran recibido órdenes de algún general y alinearse fuera una parte más del trabajo. Irónicamente, era la mejor parte del trabajo. Verla.
La gitana caminaba por el desierto con una canasta en la cabeza, su piel canela brillaba y se convertía en betún, un betún que atraía y si te atrevías a comerlo, sabía a chocolate. Caminaba moviendo las caderas de manera exagerada, levantando el pecho robusto de mujer negra y ajustándose con una mano el pañuelo que usaba como brasier. Era innovadora. En su canasta llevaba manzanas rojas, lavadas y besadas. La gitana creía en el poder del beso. Ella creía que un beso removía hasta la peste más mortal y curaba la mala fortuna. Y no solo eso, también creía que eso atraería a más compradores, por eso con un poco de cera escribía sobre un cartón RECIÉN BESADAS como estrategia de mercadeo y se lo colgaba en el cuello, justo al ras de las tetas. Sabía a donde quería mandar la atención. La gitana no era tonta. Se acercaba con sigilo, pero a paso firme. Sus pies se hundían en la arena caliente, pero su canasta ni rebotaba, y sus manzanas, menos. Parecían una pintura.
A pesar de todo, esta gitana estaba haciendo su trabajo, y lo hacía bien. Solo que tenía un trabajo más importante. Verlo. No lo había vuelto a ver desde la noche que se escabulló en su choza a las afueras del desierto, lejos de la frontera de Marruecos y los camiones militares. Ojos color granadilla y una tez brillante, un poco pecosa en las mejillas y podía notar un par de arrugas por el sol. No abrieron la boca para hablar pero sí para otras cosas. Tenían que ser silenciosos, era la octava vez que se encontraban y si los descubrían, sus cuerpos terminarían sepultados en algún mar cercano. Se comunicaban con los besos. Un beso largo significaba Sí y uno corto, No. Besarse los labios era un saludo usual, besarse el cuello era me tengo que ir y besarse las manos era te agradezco por hoy. Habían desarrollado su propio lenguaje. No sabían si hablaban el mismo idioma, pero tampoco necesitaban saberlo. Lo que necesitaban era un plan, necesitaban escapar del desierto, y empezar una vida lejos de Marruecos y el peligro de las fronteras. Una noche acostados en la choza, él se levantó abruptamente del colchón pajoso que usaban para dormir y se acercó a una fotografía colgada en su habitación. Era de una canasta de frutas, diferentes tamaños y colores, pero él solo se enfocó en las manzanas. Abrió los ojos tanto, casi al punto de querer hablar, pero se contuvo. Las señaló otra vez, ahora con las manos, y ella lo entendió. Las manzanas los sacarían de la frontera.
La gitana nunca vendía manzanas, eran conocidas como el fruto prohibido. Nadie las compraría tampoco, a menos de una buena estrategia detrás. De eso sí se podía encargar. Esa noche se besaron en la sien, y para ella significó el paraíso: habrá paz en el desierto.
Entonces ahí venía ella, con la canasta perfecta y las caderas escandalosas, casi y por un pelito, mostrando la cueva del deseo. Sabiendo muy bien qué había venido a hacer y a jugar el mejor rol de gitana para, algún día, dejar de serlo. Aún no lo veía, a su soldado trigueño, en medio de tantos uniformes replicados a la perfección y con un cuchicheo varonil que le era imposible entender. Hablaban de ella, de sus caderas y su negrura, de sus tetas y sus cejas pobladas, de la rebeldía de su presencia y el encanto que, inevitablemente, producía en ellos. Como si les diera una brisa y un respiro entre tanto sudor y miseria. Ella era su milagro, verla.
Pero ella no veía a su milagro. No se preocupó, era parte del plan. Sabía que su trabajo era ser mujer, negra y gitana. Su trabajo era encantar y para eso necesitaba vender lo que se consideraba prohibido. Colocó la canasta junto a su vientre y empezó a caminar frente al conjunto de hombres hambrientos. Necesitaba concentrarlos, que ni uno la dejara de mirar hasta el punto de ver a las manzanas con deseo y así, su soldado se escabulliría detrás de uno de los camiones y se quedaría ahí, escondido hasta el anochecer. A las tres de la madrugada, cuando solo haya una ventana de dos minutos sin vigilancia, la gitana correría hasta el camión y huirían hacia el norte, a algún mar cercano, al lenguaje de la tranquilidad y los besos.
La empezaron a rodear, uno por uno, queriendo probar lo prohibido. Comer una manzana era símbolo de pecado, de caída en la tentación, y todos lo sabían. Con tal de que un solo soldado comiera una manzana, se armaría una revuelta y sin más discusión, lo desterrarían. Ella estaba lista, esperando que el primero caiga y el plan continúe. En medio del semicírculo de hombres, apareció él, serio, tan serio que asustaba, no la veía a los ojos pero sabía que ahí estaba su gitana, con las manzanas en el vientre y unos ojos que le harían repensar todo el plan. Sin mucho movimiento y tan fugaz que nadie se lo impidió, su soldado colocó una mano en la canasta y se metió una de las manzanas prohibidas a la boca. El barullo comenzó, las patrullas y los bocinas comenzaron a retumbar de inmediato. Un hombre fornido, del tamaño de un toro de feria, entró echando golpes a sus lados hasta dar con el soldado que se comió el fruto prohibido. Lo agarró del pescuezo y no dijo palabra, el soldado tampoco. Todos sabían lo que pasaría, pero nadie se atrevía a mirar. El toro de feria usó sus manos para desterrarlo, pero lo que la gitana no sabía era que los desterraban sin vida. Y tampoco entendía porqué su soldado había comido la manzana. Ese no había sido el plan. Repasó todo en su cabeza al ritmo del bombardeo de ansiedades que estaba experimentando ahí, aún rodeada de hombres que deseaban tocarla por todos los rincones de su cuerpo. Repasó y volvió a repasar todo en su cabeza, intentando encontrar el error, la falla de comunicación…
Hasta que la encontró. El lenguaje de besos no era tan eficiente como ellos creían. Un beso en la mejilla no era lo mismo que un beso en la sien. Centímetros de diferencia habían creado un lenguaje errado. Lo que ella pensó sería su liberación terminó siendo su depresión absoluta. Si hubiera un diccionario, estaría escrito en letras grandes para que nadie volviera a tomarlo por sentado: un beso en la mejilla significaba me sacrifico por ti.
Y el soldado le había guardado el último.
Es realmente fascinante encontrar historias como ésta, que guardan tanto sentimiento y valor expresado exquisitamente por tan excelsa pluma. Gracias por hacernos sentir.
Que hermosooooooooo!!!!